Algunos elementos de la presente crisis ecológica revelan de modo evidente su carácter moral. Entre ellos hay que incluir, en primer lugar, la aplicación indiscriminada de los adelantos científicos y tecnológicos.
Muchos descubrimientos recientes han producido innegables beneficios a la humanidad; es más, ellos manifiestan cuán noble es la vocación del hombre a participar responsablemente en la acción creadora de Dios en el mundo. Sin embargo, se ha constatado que la aplicación de algunos descubrimientos en el campo industrial y agrícola produce, a largo plazo, efectos negativos. Todo esto ha demostrado crudamente cómo toda intervención en un área del ecosistema debe considerar sus consecuencias en otras áreas y, en general, en el bienestar de las generaciones futuras. La disminución gradual de la capa de ozono y el consecuente efecto de invernadero han alcanzado ya dimensiones críticas debido a la creciente difusión de las industrias, de las grandes concentraciones urbanas y del consumo energético.
Los residuos industriales, los gases producidos por la combustión de carburantes fósiles, la deforestación incontrolada, el uso de algunos tipos de herbecidas, de refrigerantes y propulsores; todo esto, como es bien sabido, deteriora la atmósfera y el medio ambiente.
De ello se han seguido a múltiples cambios meteorológicos y atmosféricos cuyos efectos van desde los daños a la salud hasta el posible sumergimiento futuro de las tierras bajas. Mientras en algunos casos el daño es ya irreversible, en otros muchas aún puede detenerse.
Por consiguiente, es un deber que toda la comunidad humana -individuos, Estados y Organizaciones internacionales- asuma seriamente sus responsabilidades.
Por Juan Pablo II
Muchos descubrimientos recientes han producido innegables beneficios a la humanidad; es más, ellos manifiestan cuán noble es la vocación del hombre a participar responsablemente en la acción creadora de Dios en el mundo. Sin embargo, se ha constatado que la aplicación de algunos descubrimientos en el campo industrial y agrícola produce, a largo plazo, efectos negativos. Todo esto ha demostrado crudamente cómo toda intervención en un área del ecosistema debe considerar sus consecuencias en otras áreas y, en general, en el bienestar de las generaciones futuras. La disminución gradual de la capa de ozono y el consecuente efecto de invernadero han alcanzado ya dimensiones críticas debido a la creciente difusión de las industrias, de las grandes concentraciones urbanas y del consumo energético.
Los residuos industriales, los gases producidos por la combustión de carburantes fósiles, la deforestación incontrolada, el uso de algunos tipos de herbecidas, de refrigerantes y propulsores; todo esto, como es bien sabido, deteriora la atmósfera y el medio ambiente.
De ello se han seguido a múltiples cambios meteorológicos y atmosféricos cuyos efectos van desde los daños a la salud hasta el posible sumergimiento futuro de las tierras bajas. Mientras en algunos casos el daño es ya irreversible, en otros muchas aún puede detenerse.
Por consiguiente, es un deber que toda la comunidad humana -individuos, Estados y Organizaciones internacionales- asuma seriamente sus responsabilidades.
Por Juan Pablo II
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